Juan.
Llevo todo el día
recorriendo las calles vacías de la ciudad.
Nunca hubiera pensado que las vería
sin el tráfico denso al que estoy acostumbrado.
Los conductores impacientes que
intentan colarse por cualquier lado, los sonidos del claxon de la gente con
prisa, los semáforos en ámbar que parecen la pistola de salida de una carrera
en la que nos va la vida, solo para volver a parar otra vez unos metros más
adelante, la multitud agolpada en las aceras, y el ruido.
El ruido que nos
envuelve constantemente.
Ahora, el
silencio es aplastante, no estoy acostumbrado, solo oigo el sonido del motor de
mi nueva furgoneta NV300 de 75KW y 102CV.
Desde las ventanas veo los escaparates de las tiendas cerradas que
siguen anunciando sus artículos.
Pero nadie camina por las aceras.
Cerrado por
alerta médica, pone en algunos lugares. Los paneles anunciadores de las calles
siguen cambiando, pero no hay nadie para verlos.
Terminaré mi
jornada pronto. Ha valido la pena.
La señora Juana se ha alegrado mucho cuando
le he entregado la compra. Igual que Antonio, que quería darme una propina.
Llaman por teléfono a la tienda, hacen el pedido y yo se lo llevo a sus casas.
Así no salen de sus domicilios, evitan el contagio y ayudan a que esto termine
cuanto antes.
Yo me expongo,
sí. No hay más remedio. Pero he tomado todas las precauciones que indican los
sanitarios.
Termino mi último reparto de hoy y me voy a casa.
Solo veo calles
vacías.
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