dimecres, 17 de juny del 2020

4 Desde mi ventana: Ana




Ana.

Solo podía darle mi mano a través del guante. Presionar para que notase que estaba allí a su lado, secar las lágrimas que en silencio resbalaban por su cara. Susurrar palabras, estoy aquí, estoy aquí contigo, no estás solo, estoy aquí, repetidas una y otra vez como un mantra.

No pensé que había terminado mi turno, no noté que estaba tan cansada que me habría podido quedar dormida de pie. 
Olvidé que me dolía el alma. 
Olvidé el tiempo y el espacio, mi rabia y mi impotencia. 
Lo olvidé todo durante unos minutos.

Después cuando todo acabó, solté su mano, salí de la habitación y cerré la puerta suavemente.

Ahora, desde mi ventana, las enormes ramas de los árboles de la avenida me parecen brazos que piden mi ayuda con gritos susurrantes. La luz de las farolas les da un color amarillento y mortecino. Cuando salga el sol por la mañana, recuperaran su verdor, pero esta noche todo parece triste. Triste e injusto. 34 años. 
Demasiado joven para morir. ¡Maldita pandemia! ¡Maldito virus! ¡Maldita estupidez humana!

No puedo dejar de llorar.

Volveré a mi turno de trabajo y con el alma rota, ayudaré a los que están luchando por sobrevivir a todo esto. 
Y me enfrentaré al sufrimiento y la soledad de otros. 
Volveré a dar mi mano a quien me necesite y esperaré. 
Recompondré los trozos de mi corazón roto y miraré hacia adelante.

Al final todo saldrá bien.


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