Ana.
Solo podía darle
mi mano a través del guante. Presionar para que notase que estaba allí a su
lado, secar las lágrimas que en silencio resbalaban por su cara. Susurrar
palabras, estoy aquí, estoy aquí contigo, no estás solo, estoy aquí, repetidas
una y otra vez como un mantra.
No pensé que
había terminado mi turno, no noté que estaba tan cansada que me habría podido
quedar dormida de pie.
Olvidé que me dolía el alma.
Olvidé el tiempo y el
espacio, mi rabia y mi impotencia.
Lo olvidé todo durante unos minutos.
Después cuando
todo acabó, solté su mano, salí de la habitación y cerré la puerta suavemente.
Ahora, desde mi
ventana, las enormes ramas de los árboles de la avenida me parecen brazos que
piden mi ayuda con gritos susurrantes. La luz de las farolas les da un color
amarillento y mortecino. Cuando salga el sol por la mañana, recuperaran su
verdor, pero esta noche todo parece triste. Triste e injusto. 34 años.
Demasiado joven para morir. ¡Maldita pandemia! ¡Maldito virus! ¡Maldita
estupidez humana!
No puedo dejar de
llorar.
Volveré a mi
turno de trabajo y con el alma rota, ayudaré a los que están luchando por
sobrevivir a todo esto.
Y me enfrentaré al sufrimiento y la soledad de otros.
Volveré a dar mi mano a quien me necesite y esperaré.
Recompondré los trozos de
mi corazón roto y miraré hacia adelante.
Al final todo
saldrá bien.
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